Todavía tenía los ojos llorosos cuando amaneció. Era el 1 de junio de 1520 y Hernán Cortés había pasado la madrugada bajo un ahuehuete, con la cara entre sus manos, lamentando la pérdida de muchos de sus amigos y compañeros.
Solo unas horas antes, él y sus tropas se habían visto obligadas a protagonizar una escapada nocturna del interior de la ciudad de Tenochtitlán, asediados por la población local, que había logrado infligirles la que sería la mayor debacle de las tropas hispanas en la historia de la conquista de América: más de la mitad de sus 1.300 hombres y varios miles de sus aliados tlaxcaltecas habían quedado atrás, víctimas de las lanzas del pueblo mexica.
En la que pasaría a la historia como la Noche Triste, Hernán Cortés, a casi 9.000 kilómetros de distancia de su hogar, pudo observar cómo se desvanecía el sueño en el que había invertido todo. «Reina ahora sobre un ejército exangüe y desamparado, que no ha comido en dos días; los heridos son muchos; los tlaxcaltecas, que acaban de tener enormes pérdidas, dudan de lo bien fundado de su alianza: los vencidos están a punto de ser abandonados», describe el profesor Christian Duverger en Hernán Cortés. Más allá de la leyenda (Taurus, 2013).
En la Noche Triste, a casi 9.000 kilómetros de distancia de su hogar, pudo observar cómo se desvanecía el sueño en el que había invertido todo
Y sin embargo aquel aventurero nacido en Medellín (Badajoz) 35 años antes no estaba dispuesto a dejarse llevar por la autocompasión. Al contrario, aquel infortunio no iba a alejarle del destino que él mismo se había trazado: enseñorearse sobre aquel territorio, en nombre del emperador Carlos V.
De este modo, dejando a un lado los pesares, Cortés se levantó y, dedicando a cada uno de sus hombres un mensaje de esperanza, conseguiría volver a poner en marcha a su ejército, a lo que queda de él, para, ahora sí, llevar a buen término la conquista de la Nueva España.
Con razón afirma el hispanista francés Bartolome Benassar, en su biografía sobre el metelinense que «lo más asombroso en la vida de Cortés no es ya lo que realizó, sino ¡que creyera que era posible hacer todo lo que hizo!».
Porque lo cierto es que la empresa que Cortés se había propuesto llevar a cabo presentaba, a priori, todos los ingredientes de una misión suicida. Sin apenas experiencia militar y rebelándose contra la autoridad más cercana, el gobernador de la isla de Cuba Diego Velázquez, había decidido acometer, con apenas 300 hombres, la conquista de un territorio enorme, poblado por varios millones de personas y en el que regía un poder imperial de notable desarrollo.
Es cierto, como observa Esteban Mira en Hernán Cortés. El fin de una leyenda (Palacio de Barrantes Cervantes, 2010), que en su epopeya Hernán Cortés contaría de forma recurrente con la ayuda de la suerte: las divisiones entre los distintos pueblos que habitaban la región, que utilizaría en su favor; la debilidad militar de los pueblos mesoamericanos, incapaces de sacar provecho a su abrumadora superioridad numérica; el temor reverencial que paralizó durante un tiempo esencial al líder del imperio mexica, Moctezuma; la sucesión de embajadas enviadas por Velázquez para detenerle, y que acabaron engrosando sus filas; o el impacto en sus rivales de las enfermedades transmitidas por los invasores jugaron sin duda a favor de sus intereses.
Pero poco o nada de eso podía darse por seguro el día que Cortés desembarcó en las costas en las que fundarían la Villa Rica de la Vera Cruz, el 22 de abril de 1519. Es por eso por lo que estudiosos como el académico mexicano Bernardo García afirman que «la Conquista de México se nos representa no solo como uno de los mayores episodios de la historia de este país, sino también como uno de los eventos más espectaculares de la historia mundial. La caída de la capital mexica, Tenochtitlan, sobresale como una de las acciones militares más grandes de todos los tiempos».
Y este episodio no podría entenderse sin la personalidad de Hernán Cortés. El metelinense era, sin duda, el prototipo de hombre que hizo posible la conquista; un grupo de hombres nacidos y formados en el seno de una sociedad organizada para la guerra, imbuidos del espíritu de cruzada del que se revistió a la Reconquista y que no tardarían en trasladar al Nuevo Mundo con la bendición de la propia Iglesia.
Ambiciosos, sabedores de que su afán por extender el dominio de la Corona hispana y, por ende, el alcance de la Iglesia Católica llevaba (al menos era lo que se esperaba) aparejado suculentas recompensas, estos hombres no dudaban en arriesgarlo todo para llevar a cabo su misión.
Ambiciosos, sabedores de las recompensas por extender el dominio de la Corona hispana y la Iglesia Católica, no dudaban en arriesgarlo todo
Una misión que, en el caso de Cortés y sus hombres consistía «fundamentalmente en animar a los indígenas a abandonar su religión y costumbres y reconocer la dominación española. Esta noción de servicios de Dios y de Su Majestad justifica la conquista de Nueva España y permite la extensión de la conquista por todos los medios: guerra justa, conversiones forzadas, esclavitud, explotación, destrucciones…», observa el historiador francés Bernard Grunberg en su colaboración en la obra Miradas sobre Hernán Cortés (Iberoamericana Vervuert, 2016).
Porque destrucciones no escasearon y algunas como la matanza de Cholula o la del Templo Mayor, liderada por su colaborador Pedro de Alvarado, arrojan un trágico rastro de sangre sobre la conquista, que justifica a ojos de algunos investigadores como el propio Mira las calificaciones de etnocida y hasta «puntualmente genocida» al proceso.
Y sin embargo Cortés estaba tan convencido de la legitimidad de sus actuaciones que cuando el fraile Bartolomé de las Casas le dirigió algún reproche le respondió con la vanidad de equipararse al propio Jesucristo, haciendo suya la parábola del buen pastor para transmitirle el afecto que sentía por los indios y la complicidad recíproca que mantenía con el pueblo mexicano. Un apego que resulta «desconcertante», según observa Duverger.
Pero es que en el tipo de conquista que proyecta Cortés la diplomacia y las alianzas cuentan con un protagonismo muy superior a la confrontación y el despojo. Antes de llegar a México, había sido testigo, en La Española y Cuba, de los errores de la conquista antillana, que había provocado en pocos años el práctico exterminio de la población nativa, debido a las epidemias y la sobreexplotación, y trata de evitarlos.
Cuando De las Casas le dirigió algún reproche le respondió con la vanidad de equipararse a Jesucristo, haciendo suya la parábola del buen pastor
Esta fue su idea durante la confrontación y también una vez culminada la conquista, lo que quedaría plasmado con la institución del sistema de encomiendas, que trata de estructurar un tipo de explotación moderada de los indígenas que establezca a largo plazo una convivencia pacífica y benéfica de indios y españoles.
No es baladí, como subraya el historiador mexicano Rodrigo Martínez Baracs, que, mientras en las Antillas la población prehispánica resultó prácticamente exterminada, «en México sobrevivió un millón, lo cual no es poco, y es la base de nuestro mestizaje, que se produjo de diferentes maneras en diferentes lugares y momentos».
En esa estrategia, matanzas como la de Cholula, que ocasionaron al menos 3.000 muertos como castigo por haber conspirado para asesinarles -a instancias de los mexicas-, cumplían la función de atemorizar al resto de la población y evitar enfrentamientos mayores en su avance.
Y cerca estuvo de salirle bien la jugada, porque con su carisma -esencial para mantener la cohesión de su grupo- y sus habilidades diplomáticas -plagadas, no cabe duda, de engaños- Cortés y sus hombres lograron entrar, el 8 de noviembre de 1519, de forma pacífica, en Tenochtitlán, donde les tributaron una recepción fastuosa.
Para entonces, los invasores ya habían dado notables muestras de su poderío militar -basado, en buena medida, en un armamento muy superior- y habían sido capaces de tejer una importante red de alianzas -apoyada en la animadversión de varios pueblos de la federación hacia los mexicas-, que había hecho cundir el temor entre sus adversarios.
Moctezuma, atemorizado por las señales que auguraban el próximo fin de su era, creyendo por momentos que Cortés era la representación de un dios que venía a reclamar el trono, se mostró incapaz de plantar cara a los españoles y los agasajó en el interior de su capital, lo que le valió no pocas críticas de su propio pueblo.
Pero si Cortés trataba de utilizar al líder mexica para llevar a cabo sus planes, también Moctezuma conspiraba para librarse de él. Fue así como entabló contacto con Pánfilo de Narváez, capitán de una de las expediciones enviadas por Velázquez para detener a Cortés, obligando al extremeño a partir a su encuentro.
Fue en su ausencia cuando los habitantes de Tenochtitlán empezaron a tramar una rebelión que tornaría en inevitable cuando Alvarado ejecutó a traición a la élite indígena el 23 de mayo de 1520. A su vuelta, Cortés trató de utilizar a Moctezuma para que mediara ante su pueblo, pero el líder estaba ya completamente desautorizado ante la población, que le recibió a pedradas, causándole, a la postre, la muerte el 29 de junio.
Cortés trató de utilizar a Moctezuma para que mediara ante su pueblo, pero el líder estaba ya completamente desautorizado: fue recibido a pedradas
Aquel fue el detonante de la Noche Triste y de la fase más sangrienta de la Conquista. La que tuvo su primera expresión, una vez que Cortés había logrado insuflar ánimos renovados a su gente, en la Batalla de Otumba, en la que un ejército masivo de mexicas (los cronistas hablan de más de 100.000 hombres) rodeó a las mermadas fuerzas hispanas. Solo una arrojada acción de Cortés y sus más fieles capitanes logró poner en desbandada a sus rivales, al arremeter directamente contra el mando del ejército mexica y arrebatarle su estandarte real.
El camino quedaba expedito para intentar, ahora por la fuerza, la reentrada en Tenochtitlán, aunque antes los hombres de Cortés se permitirían nueve meses de reposo, en los que pudieron volver a ampliar sus filas con hombres procedentes de otras expediciones.
Cortés había fiado todas sus ambiciones a aquella empresa. No en vano había empeñado toda la fortuna que había hecho en sus años en Cuba en poner en pie aquella expedición; había inutilizado, a su llegada al territorio que él mismo bautizaría como Nueva España, los barcos que le habían llevado hasta allí, cerrando toda puerta a la huida; había sacrificado las riquezas obtenidas en los primeros meses en aquellas tierras para convencer al emperador Carlos V y su corte de que aceptaran sus derechos sobre aquellas tierras. Y había librado las más esforzadas batallas para presentarse ante la capital del imperio mexica.
La primera vez que Cortés y sus hombres vieron Tenochtitlán quedaron impresionados. «Nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto, y aún algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños», describiría el cronista Bernardo Díaz.
Si la población indígena fue avasallada por los españoles, no lo fue mucho más, o tal vez menos, que como ya estaba avasallada antes de la Conquista»
Situada sobre un extenso valle, en medio de cuatro grandes lagos, aquella ciudad debía suponer una de las visiones más majestuosas que jamás hubieran visto aquellos hombres. Con sus alrededor de 200.000 habitantes, Tenochtitlán superaba con mucho la mayor ciudad que nunca hubieran visto, probablemente Sevilla, y sus palacios superaban en grandeza los de la capital andaluza. Ya en su interior les sorprendería su higiene, su limpieza, su verdor.
Cortés ambicionaba dominar aquella ciudad, pero prefería evitar el uso de la fuerza. Aún trató de alcanzar un acuerdo de paz con los sucesores de Moctezuma, primero su hermano Cuitláhuac y, posteriormente, el hijo de éste, Cuauhtémoc. Fue en vano, pues el pueblo mexica había decidido que lucharía hasta el final.
A finales de mayo, Cortés inició el asedio de la capital del imperio mexica. Antes se había asegurado su completo aislamiento; nadie acudiría en su ayuda. Al extremeño solo le quedaba esperar a que el hambre o la desesperación forzaran la rendición de sus enemigos. Pero esta vez le pudo la impaciencia y optó por el asalto a la ciudad, lo que acabaría por elevar el número de víctimas por encima de las 100.000 y provocaría la destrucción de aquella capital que tanto admiraba.
En los meses previos, Tenochtitlán se había visto asolada por una epidemia de viruela, probablemente portada por alguno de los hombres de la expedición de Pánfilo de Narváez, que ya había debilitado seriamente su capacidad de resistencia. Y el hambre, agravado por la falta de previsión de Cuauhtémoc, empeoraría la situación.
Las posibilidades de resistir la embestida hispana eran ínfimas, aunque decidieron apurarlas -Cuauhtémoc llegó a vestirse con un traje de plumas que creían mágico, para espantar a los invasores- y solo cuando la derrota ya era segura, intentaron una huida que resultó frustrada. El 13 de agosto de 1521 la toma de Tenochtitlán era un hecho.
Destructor y creador
Pero la conquista de México no terminaba en Tenochtitlán. Como observa Bernardo García, hacia 1520 existían en Mesoamérica unos 1.500 señoríos o principados, de los que solo algo más de un tercio mantenían vínculos de algún tipo con el imperio mexica. Fueron necesarios amplios esfuerzos militares y, sobre todo, diplomáticos, para asegurar el sometimiento del resto.
La confrontación militar, sin embargo, no marcó todos los episodios de la conquista. Involucró, al parecer, a no más de unos trescientos señoríos, de los cuales la mayor parte se contaba, comprensiblemente, entre los que la Triple Alianza no llegó a dominar. En los demás casos hubo lo que los testimonios de la época tienden a referir como alianzas o reconocimiento de la soberanía del rey de España, y que han de haber sido producto de compromisos políticos de diverso tipo, algunos sin duda forzados y otros probablemente espontáneos, entendidos como un mero traslado en favor de los españoles de las obligaciones hacia los mexicas», señala el historiador mexicano.
Y las ambiciones de Cortés tampoco culminaban allí. Ni siquiera el reconocimiento por parte de la Corona de ciertos derechos que le convertían en un hombre poderoso económicamente aplacó su espíritu aventurero, puesto a prueba (las más de las veces con resultados negativos) en innumerables aventuras en la propia Mesoamérica, la costa del Pacífico o, incluso, el Mediterráneo, donde llegó a participar en el frustrado asalto de Argel de 1541.
Fue, por un lado, el destructor y el usurpador de todo un imperio y, por el otro, el creador de un orbe nuevo»
Sin embargo, para la historia su figura sí quedaría marcada por la controversia en torno a su labor como impulsor de la Conquista de México. Una controversia que ha vuelto a resurgir tras la reciente reclamación del presidente mexicano Antonio Manuel López Obrador para que España se disculpe por las crímenes cometidos en aquella empresa.
Pero resulta poco certero juzgar aquel suceso con las reglas de la sociedad actual, olvidando, como dice Martínez Baracs, que «si la población indígena fue avasallada por los españoles, no lo fue mucho más, o tal vez menos, que como ya estaba avasallada antes de la Conquista» o que los crímenes cometidos entonces estaban ampliamente legitimados por una cosmovisión religiosa que aceptaba la imposición de la fe por las armas.
En definitiva, Hernán Cortés fue, como sentencia Esteban Mira, «una persona de su época, por lo que sus actos sólo se pueden entender en el contexto en el que vivió. Como casi todos los conquistadores, compaginó perfectamente crueles asesinatos, perpetrados por él mismo o por sus hombres, con su profunda fe cristiana. Fue, por un lado, el destructor y el usurpador de todo un imperio y, por el otro, el creador de un orbe nuevo».